Comentario
Reflexiones sobre aspectos significativos del desarrollo artístico durante el siglo XVI, así como consideraciones en torno al urbanismo correspondiente a dicha centuria, y fundamentalmente referidos a Francia, Flandes, Portugal, Inglaterra y los países que entonces conformaban el Imperio, van a ser los objetivos de nuestra próxima atención. Aun con estas acotaciones, resulta, por una parte, punto menos que imposible sintetizar lo que constituyera el contexto socioeconómico y cultural de una de las etapas más densas y complejas del devenir europeo; pero, por otra parte, es preciso evidenciar una serie de hechos que resultaron decisivos y que son puntos de obligada referencia. De ellos trataremos a continuación, sin pretensiones de exhaustividad, sino de modo más o menos genérico, y sin que el orden seguido suponga una valoración prioritaria.
En los años finales del siglo XV y primeros del XVI, asistimos al afianzamiento definitivo de las principales monarquías europeas, con un poder que, por contraposición al que alcanzarán en los siglos XVII y XVIII, calificaríamos sólo de casi absoluto; es la cristalización y configuración del Estado Moderno, cuyo fundamento teórico lo hallamos, sobre todo, en "El Príncipe", escrito en 1513, de Maquiavelo que, al amparo del emergente fenómeno de las nacionalidades, hace que su Razón de Estado se convierta en un verdadero ideario político. Ideario que tiene como eje fundamental el poder omnímodo del rey, sobre el que incide Erasmo de Rotterdam en su "Institutio principis christiani" que, como réplica a la obra de Maquiavelo, ve la luz en 1516 con destino al futuro Carlos V, y que quedará consolidado en "La República", publicada en 1579, de Bodino. Efectivamente, en 1483, Luis XI deja a su sucesor Carlos VIII, oportunamente casado con la heredera del último ducado independiente, Ana de Bretaña, una Francia unida y pacificada; por su parte, la elección como rey de Enrique VII Tudor, en 1486, pone fin a las guerras dinásticas inglesas entre los linajes de Lancaster y York.
Otro tanto sucede con la dignidad imperial que, tras el nombramiento por parte de Federico III, en 1486, de su hijo Maximiliano como Rey de Romanos -título tradicionalmente otorgado a los herederos del Imperio-, queda aquélla adscrita a la casa de Habsburgo que, de este modo, asienta su potencia europea al tiempo que afianza sus dominios austriacos y sus prerrogativas en Bohemia y Hungría, con base en una prudente política de alianzas. Todo ello, de modo efectivo, quedará confirmado tras 1493 con Maximiliano I ya emperador, que, entre otras cosas, se rodeará de una auténtica corte artístico-cultural que conformará una imagen del soberano y su familia, definidora de su rango y prestigio; hecho de capital importancia para el quinientos europeo, que será ejemplo y guía para sus sucesores y para otras cortes.
Casado con María de Borgoña, heredera de los Países Bajos y de las posesiones feudales que, tras las derrotas sufridas por Carlos el Temerario, restaban a la casa borgoñona, Maximiliano impone la autoridad de los Habsburgo en Flandes eliminando las autonomías municipales, que logra tras la capitulación de Gante en 1492. De manera paralela aprovecha la decadencia de Brujas, que es palpable en la última década del siglo XV, y potencia, en todos los sentidos pero singularmente mediante privilegios comerciales, a la ciudad libre de Amberes, en detrimento de Bruselas, integrante de la liga hanseática. Esta importante potencia comercial nórdica, que controlaba las rutas bálticas, encaja otro revés en su flanco oriental, al ver cerrado el paso de Novgorod que, en 1494, cae en poder de Iván el Terrible. Quedan así controlados los Países Bajos, que ingresan en la órbita de la casa de Habsburgo y, muerto Maximiliano en 1519, pasan, mediante su heredero Carlos V, a la monarquía española.
En el caso de Portugal, la progresiva consolidación del reino, que, desde fines del siglo XIV, van logrando los soberanos de la casa de Avis, culmina bajo Manuel I el Afortunado (1495-1512) y se mantiene hasta la total unificación de la Península Ibérica, en 1580, bajo el cetro de Felipe II. Ello supone, ante todo, la definitiva configuración de las rutas marítimo-comerciales lusitanas, con los correspondientes establecimientos coloniales. Proceso que, iniciado en 1415 con la toma de Ceuta, es continuado en sucesivas exploraciones atlánticas con asentamientos en Cabo Verde, Madeira y Azores, y cuyos hitos más relevantes podrían ser los siguientes: 1479, convenio con Castilla sobre las respectivas zonas de influencia, reservándose Portugal la meridional, donde espera hallar una vía marítima hacia el Océano Indico; ésta se establece a partir de 1487, año en que Bartolomé Díaz dobla el cabo de Buena Esperanza; 1494, mediante el Tratado de Tordesillas que sanciona el papa Alejandro VI, nuevo acuerdo con España sobre las demarcaciones a colonizar; 1497, Vasco de Gama alcanza la India; 1500, Alvarez Cabral llega a Brasil; en 1510, Alfonso de Alburquerque funda la base de Goa y en 1513 llega a Cantón, estableciendo las primeras relaciones comerciales lusas con el Celeste Imperio.
Todas estas empresas portuguesas, unidas a las que paralelamente desarrolla España desde 1492 en el Nuevo Mundo, hacen bascular definitivamente hacia el Atlántico el centro de gravedad del comercio de la época, hasta entonces vinculado, de forma mayoritaria, al Mediterráneo y fundamentalmente controlado por Venecia. Ciudades portuarias de la cornisa atlántica europea como Sevilla, Lisboa o Amberes adquieren singular relevancia y significación en este nuevo contexto económico, revitalizándose ahora de modo importante. Al tiempo, Inglaterra, atenta siempre a las magníficas perspectivas que vislumbra y que su privilegiada situación le permite, inicia sus primeras experiencias significativas en una expansión que, mediante el paulatino dominio de las rutas marítimas, no dejará de desarrollar hasta el siglo XIX.
Los estamentos dominantes en la sociedad europea del siglo XVI, en su vertiente cívica, aparecen perfectamente jerarquizados y tipificados en el grabado de 1501, que, ostentando firma apócrifa de Durero, nos presenta una asamblea de monarcas y nobles presidida por el Imperator, al que flanquean, ocupando lugares de privilegio, por su derecha el Rex Hispaniae y por su izquierda el Rex Francorum. Muchos de los personajes aparecen con los correspondientes atributos acreditativos de su posición y cada cuál en el lugar asignado por el respectivo nombre latino de su rango; es una imagen plástica elocuente que refleja perfectamente, y en sí misma resume, una de las cúpulas sociales del momento. La otra corresponde al poder religioso, al que nos referiremos seguidamente.
Acontecimiento clave en -y para- la Europa del siglo XVI fue, sin duda, la Reforma luterana y sus consecuencias; lógicamente, y en primer lugar, por lo que al ámbito religioso se refiere que, de este modo, ve romperse su unidad tradicional bajo los designios de Roma. Pero afectó, asimismo y de manera importante, a otras manifestaciones, actitudes y facetas del devenir humano, aún patentes en nuestros días. Entre otras de diversa índole, las repercusiones en la producción artística de las zonas protestantes fueron profundas y casi inmediatas. Algunos de los puntos de partida de la Reforma luterana podemos hallarlos en determinados presupuestos propiciados por la cultura humanística, singularmente la actitud crítica hacia el formalismo externo de la religiosidad, considerado excesivo; esto, que es consustancial al pensamiento erasmista, supone en los argumentos protestantes, sin embargo, la radicalización de los planteamientos del sabio de Rotterdam.
De modo más o menos definitivo, el Luteranismo queda consolidado entre 1517, año de las tesis de Wittenberg, y 1555, fecha de la paz de Augsburgo, que supone la consagración jurídica de la escisión religiosa, a la vez que evidencia el fracaso de la política imperial antiluterana, orquestada por Carlos V, y el reforzamiento del poder de los príncipes alemanes que apoyaron el Protestantismo. Consecuencias políticas importantes fueron las dos últimas citadas, e íntimamente imbricadas con la Reforma que, asimismo, se identificó, instrumentalizándolos en beneficio propio, con una serie de conflictos sociales, gestados en sectores agrarios alemanes por presiones económicas e ínfimas condiciones de vida, que desembocaron en la denominada Guerra de los Campesinos de 1524-25.
La Reforma luterana fue, también, un detonante para la sucesiva floración de otros movimientos que, bajo parecido ideario religioso, rompen con la Iglesia romana. Fundamentalmente aludimos a Zwinglio y Calvino, cabezas de sendas confesiones religiosas gestadas en Suiza, separada del Imperio desde 1499, y con centros respectivos en Zurich y Ginebra. Ambas acabarán uniéndose para formar la Confesio Helvética, mediante el denominado Consensus Tigurinus de 1549. El Anglicanismo, por su parte, tiene su arranque en el Acta de Supremacía, de 1534, mediante la cual Enrique VIII rompe con Roma y se autoproclama cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Tras el breve paréntesis del reinado de María Tudor, 1553-1558, de reacción católica y persecución del Anglicanismo, éste queda definitivamente instaurado durante el largo reinado de Isabel I, 1558-1603, adoptándose como fundamento religioso una suerte de Calvinismo reformado.